País Dogón. Una de cal y otra de arena.

Nos encontramos en el camino de bajada a la Falla de Bandiagara, y me siento fatal por el esfuerzo y las altas temperaturas, de más de 40º.

Al salir de una curva y como caído del cielo aparece Banani, un pequeño poblado dogón con un pequeño bar, que a mi me parece el mejor que he visitado nunca.

Paro la moto y me lanzo a por una botella de agua, que devoro y comparto con Alberto. Si hubiera habido piscina, me tiraba y me la bebía entera.



Damos buena cuenta de otro litro de agua, al que añadimos un sobre de suero, que me devuelve a este mundo, y seguimos nuestro camino. La intención es ir a buscar el pueblo de Madougou, del que parte una pista bien marcada que nos debería llevar a poblaciones importantes.

Al acabar la bajada de la falla y alcanzar la planicie la pista deja de estar bien marcada para pasar a ser una multitud de pequeños caminos entrelazados.


Con el subidón de adrenalina que me da nuestro bendito instinto de conservación, me pongo delante de Alberto y, a falta de algo mejor, sigo la traza de un ciclomotor que parece que se dirigía a algún sitio. Mantengo el sol a mi derecha y la falla a mi espalda, intentando seguir una ruta lógica.


Y no acabo de hacerlo tan mal, pues un par de horas más tarde llegamos a un poblado donde nos informan que vamos por buen camino. Además, nos acompañan a un chamizo donde (Alá es grande!) tienen refrescos; azúcar para nuestros maltratados organismos. Salimos pitando después de que nuestro acompañante se haya metido entre pecho y espalda dos lingotazos de coñac que ni un adolescente en un botellón.




Volvemos a las pistas de arena que se entrecruzan, siguiendo siempre el rastro de ese bendito motorista anónimo. Poco a poco, retrocediendo ante tramos inundados y levantándonos en las caídas (lo reconozco, todas mías; Alberto no se ha caído ni una vez, el muy cabrón), conseguimos llegar a Madougou.

Hemos necesitado más de 4 horas para recorrer 40 km. Que se dice rápido.


Y Madougou, lo que en un primer momento creíamos nuestra salvación, nos acaba de destrozar la poca entereza que todavía nos quedaba. Un grupo de dogones que no nos hacen maldito caso, un borracho que nos lleva a un infecto albergue, un comedor con una montaña de pescado cubierto de moscas desparramado por el suelo, y una desquiciada mujer empeñada en dejar mi camiseta sin ninguna de las semillas que llevo enganchadas, nos acaban de desmoralizar.

-      Esta noche, yo duermo de pie – le digo a Alberto.

Él me mira con cara de circunstancias.

Por suerte, aparece el dueño del albergue, mucho más normal de lo que podíamos esperar, y pone orden en la situación. Echa al borracho y a la chiflada, recoge el pescado del suelo y nos ofrece dormir en el tejado de su cuchitril.

Aceptamos sin dudarlo. A estas alturas de la película no nos vamos a andar con remilgos.



Y, lo que son las cosas, será una de las noches más encantadoras del viaje. Nos monta una tienda en el tejado, y sube una mesa y unos bancos donde nos servirá un sabroso cuscús. Incluso tiene hielo, de inimaginable procedencia, donde nos pone a enfriar unas cervezas.



Acabaremos los tres hablando y riendo a la luz de las estrellas. Aunque el chaval tiene algo que nos desconcierta. Cuando me habla me planta su cara a pocos centímetros de la mía, me coge por los muslos y nos da alguna que otra palmadita en el culo. Alberto ríe.
-      Esta noche duermes acompañado.
-      Y una mierda. Llevo tiempo saliendo por Sitges y estoy acostumbrado a lidiar con gays.

Pero, al final, nadie perturba nuestros sueños y podemos dormir tranquilamente toda la noche.


Bueno, duermo yo, porque para Alberto será su noche más memorable. Un retorcijón le hará salir corriendo de la tienda y bajar a buscar la letrina. Pero, amigo, la encontrará cerrada con unas ramas y un candado, y tendrá que buscar un lugar alternativo.


Y ese lugar alternativo será algún espacio que no estaba dedicado a eso, porque le saldrá un cabreado propietario gritándole que ése no era el lugar de hacer lo que él estaba haciendo. Y el mozo tendrá que salir, pantalones bajados, a buscar un sitio mejor. Y lo encontrará, pero no estará tranquilo, porque el iracundo propietario seguirá buscándole. Al final, acabará la faena y volverá a su tienda.

Yo no lo vi, pero Alberto me lo contó.




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