La costa mauritana. A grandes males, grandes remedios.

Después de todas las recomendaciones, después de todos los consejos, después de todos los miedos, nos quedamos parados y sin posibilidad de seguir en uno de los peores lugares, la zona que todo el mundo nos había recomendado cruzar rápidamente: la gasolinera entre Nouadhibou y Nouakchott, la Gare du Nord, la gasolinera del “puto sirio que da patadas”.


Pero esto es África, y no existen imposibles, así que nos sentamos ante tres platos de pollo con ensalada (no conseguimos un plato de ensalada sola para Alberto; por lo visto, pollo y ensalada eran inseparables) y valoramos nuestras opciones.
  1. Esperar el camión cisterna.
  2. Juntar la gasolina que nos queda en las tres motos en una de ellas e ir uno de nosotros a Nouakchott a por un bidón.
  3. Montar las motos en un camión que nos lleve a la capital.
  4. Pedirle a un taxista que haga la ruta Nouakchott-Nouadhibou que en su viaje de regreso nos traiga un bidón de gasolina.

Todas las opciones parecen factibles, excepto la primera. Y que uno de nosotros vaya y vuelva a Nouakchott tampoco nos acaba de convencer, ya que eso significaría que tendría que hacer más de 600 km del tirón; en cualquier caso, Alberto se ofrece a hacerlo.


Por suerte, aparece un taxista que acepta traernos lleno un bidón de gasolina de 27 litros (que nos han regalado unos franceses testigos de nuestro problema) por 3000 Ouguiyas por adelantado y 2000 más a su regreso. Unos 13 €, combustible aparte.

Y como nuestro problema parece que ya tiene solución, y el taxista tardará más de 5 horas en ir a Nouakchott y volver, hacemos lo que cualquier irresponsable como nosotros haría en ese momento: irnos con las Áfricas a jugar a la arena.

Bajamos presiones en los neumáticos, quitamos equipaje, y en las dunas falta gente!!


Yo tengo menos experiencia en arena, así que me tomo las cosas con un poco de calma, lo que no evita que dé más de una vez con mis huesos en el suelo; que haga masa, como se dice en el argot motero. Alberto controla más, y va dando vueltas como una mosca alrededor de un dulce (por evitar otras típicas imágenes de moscas revoloteando cuerpos duros, ya que el cuerpo duro, en este caso, vendría a ser yo).


Al final, lo que hace la confianza, se da el tortazo. Se pasa de velocidad, frena justo antes de la parte blanda de una duna, se le clava la rueda delantera y sale despedido por encima de la moto. Se dobla el cuello, se rompe la pantalla de la moto, se le dobla la dirección y salen ambos de la arena, flecha e indio, hechos un cristo.



De coña; ahora estamos en el peor sitio de Mauritania, sin gasolina y con una moto para reparar. Por suerte, el cuello de Alberto está dolorido pero parece que la lesión no es grave.

Hacemos una reparación de emergencia ajustando las barras de suspensión para conseguir que manillar y rueda vayan, más o menos, en la misma dirección.


Y mientras tanto yo estoy cada vez más nervioso. No paro de pensar en que es un lugar muy poco recomendable para destacar de esa manera. Tres blanquitos, dos motos, una tercera en reparación y autocares que vienen y van, multitud de pasajeros con turbantes y chilabas, con la vestimenta típica mauritana y donde cualquiera podría estar observándonos desde el anonimato.

Por suerte, una vez ha oscurecido, nuestra salvación aparece por la carretera: un camión con plataforma elevadora y que circula en dirección Nouakchott, seguido una furgoneta. Ni en el mejor de nuestros sueños!!

Hablamos con el que se presenta como el responsable del convoy y le proponemos que cargue nuestras motos y nos lleve, a ellas y a nosotros, hasta la capital. El militar mauritano que viaja en el convoy ‘por seguridad’ ayuda en el regateo. Al final, conseguimos reducir el precio inicial de 120 € a 60, lo que significa que nos costará lo mismo llevar las motos en el camión que lo que nos habríamos gastado en gasolina.


Y además, sin conducir, lo que después de tantos kilómetros creemos una bendición… Ilusos. Qué poco tardaremos en estar deseando coger nuestras motos y saltar de los incómodos asientos de la furgoneta y del camión.

Desoyendo las protestas y magnífico cabreo de Alex, que prefiere esperar al taxista que nos trae la gasolina, cargamos las motos en el camión. A la vuelta nos informarán que el taxista volvió a las 2 de la madrugada, justo la hora a la que nosotros llegaríamos a Nouakchott.

Nosotros tres nos repartimos entre furgoneta y camión. En la furgoneta me encajo entre el conductor, el militar  y un abuelo sentado en el suelo, en la caja de cambios; Alex y Alberto no van mucho más cómodos, apretados en la cabina del camión.


Nos ponemos en marcha y de nuevo la paciencia africana nos da en los morros: la furgoneta no pasa de 50 km/h; y son 240 km hasta nuestro destino. Al principio, me consuelo pensando que está esperando a que el camión nos dé alcance; al cabo de 50 larguísimos kilómetros asumo que esa será nuestra velocidad de crucero. Por suerte, el último tramo subirá la velocidad a unos frenéticos 80 km/h, lo que hará que en poco más de 4 insufribles, larguísimas e incomodas horas, lleguemos a Nouakchott.

Al menos, tenemos hilo musical, gracias al militar mauritano que va repitiendo hipnóticamente:
– Insh’Allah… Allah… Allah… Insh’Allah… Allah… Allah… Insh’Allah…

Y con refrigerio incluido, ya que a medio camino paramos para una rápida cena de patatas hervidas y carne dura, en la que los mauritanos nos integran rápidamente.


Sorprendente como, una vez pactado el precio, acaban acogiéndote como uno más de ellos, riendo contigo, compartiendo su cena y hablando por ti en los controles policiales.

Con el cuerpo destrozado, pero felices, llegamos a Nouakchott. Mañana nos espera un día de papeleo por la consecución del visado de entrada a Mali.

Ha sido uno de los viajes más incómodos que he hecho en mi vida pero, lo que son las cosas, uno de los más auténticos.





1 comentario:

Eduardo Jones dijo...

Muy buena la batallita del cónsul. Y la aventura del camión. De palabra ya estaba bien, pero encarnada en tu verbo (escrito) mucho mejor. "Eso" es viajar!